lunes, 19 de agosto de 2013

CRÍTICAS CINE / THE LORDS OF SALEM

EL DIABLO ESTÁ EN LOS DETALLES


Director: Rob Zombie; Guión: Rob Zombie y Steve Niles; Música: Rob Zombie
Fotografía: Brandon Trost; Montaje: Glend Garland. 
Reparto: Sheri Moon Zombie, Chistopher Knight, Clint Howard, Jeff Daniel Phillips, Bruce Davison, Barbara Crampton, Dee Wallace, Udo Kier, Maria Conchita Alonso, Sid Haig, Judy Geeson, Meg Foster.




Seguramente Rob Zombie debe haber sorprendido a más de uno, entre los que me incluyo, con The Lords of Salem. El director de la tan retorcida, grotesca y divertida “La casa de los 1000 cuerpos”, y responsable de la remake de Halloween, se despachó con un filme tan raro como desconcertante en cuanto a lo que uno podía llegar a esperar de él. Primer punto a favor: Rob Zombie nos señala su carácter artístico de “Hombre renacentista” no ya solo por incursionar eficazmente en varias artes (músico, historietista, animador, director cinematográfico, etc) sino por demostrar un arrojo creador que ignora olímpicamente – tanto desde lo argumental como desde lo estético -  las corrientes imperantes en el cine de terror actual. No verán aquí el gastado recurso de la “cámara en mano” ni historias recurrentes del género devenidas ya hace tiempo en puro formato que cada vez menos le deben al ejercicio y la creación cinematográfica.  Sin embargo, la película no deja de lado momentos de sobresaltos y puro horror en los que, dicho sea de paso, la música juega un papel preponderante.

 The Lords of Salem maneja dos clases de tiempo, inscriptos respectivamente en dos planos espacio-temporales, a priori separados pero paradójicamente siempre convergentes: podríamos clasificarlo - como lo haría Mircea Elíade respecto a la concepción del tiempo que tenía el hombre de las sociedades míticas -  entre un tiempo “sagrado” (reactualización de un acontecimiento sacro) y otro “profano (actos de la vida ordinaria carentes de significación religiosa) entendiendo el concepto de religión como un conjunto de dogmas, normas y prácticas relacionadas con una divinidad, lo que esta sea o signifique. Y no hay que ser un genio para suponer que en este caso la pretendida divinidad en cuestión es el Mal, más concretamente su reencarnación, vehiculizado a través de la brujería.



Cinematográficamente hablando, Rob Zombie es un deudor sin complejos de la serie B, la ficción de explotación (exploitation films) los seriales y el cine de de los años 70; y para quienes lo siguen de cerca es fácil percatarse que la temática de la brujería constituye una de sus aficiones favoritas; a lo largo de sus obras, tanto visuales como gráficas y musicales, se pueden encontrar rastros de dicha simpatía. Y el bueno de Rob se sacó las ganas y arremetió decididamente con una película que parte las aguas entre sus seguidores: aclamada y vilipendiada por partes iguales.

La historia es simple: Heidi - Sheri Moon Zombie, esposa de Rob - una joven que vive en la localidad de Salem, integra un programa de radio de rock pesado. Un día recibe un LP de vinilo de un misterioso grupo llamado The Lords, y el efecto que desencadena este disco sobre la protagonista no solo trastornara su percepción, sino que además desencadenará una maldición, pergeñada siglos atrás por un grupo de brujas, destinada a concretarse en el presente.

La narración se desenvuelve en dos planos: en el de la vida diaria – ordinaria de Heidi, en que podemos apreciar su inexorable deterioro en progresivo avance hacia los planes trazados para ella por las entidades maléficas que la manipulan; y el otro plano, fuera del tiempo lineal, en el que la mujer experimenta y padece tenebrosas visiones y experiencias sensoriales que no anuncian nada bueno para ella. Por supuesto, ambas dimensiones irán convergiendo hasta fundirse en una suerte de caos alucinógeno en el que la repulsión, la confusión y la descomposición se entrelazaran por siempre.



Se trata de una narración a la vieja usanza que remite a películas del género de los años 70, a producciones tales como El resplandor (Stanley Kubrick, 1980), El exorcista (William Friedkin, 1973) y El bebé de Rosemary (Roman Polansky, 1968)  En esta ocasión, Zombie arroja por la borda las formas estandarizadas por el género de terror de los últimos años y “quema las naves” privilegiando la construcción de una atmosfera que apunta principalmente a lo sensorial, y este camino quizás explique el lento ritmo narrativo del filme, uno de los aspectos más criticados por sus detractores.


Pero en lo que todos no podrán dejar de coincidir es en la impecable dirección artística; tanto desde los planos más simples, pasando por los que requirieron una elaboración mayor como así la grandilocuencia escénica que preanuncia el clímax de la historia; aquí todo funciona a la perfección: una cuidada iluminación sumada a un certero montaje que la convierten en una película con una potencia visual remarcable.  La contención narrativa de la que hace gala el filme también es una de sus características destacables, lo que no puede dejar de subrayarse en un género cruzado y deformado por los excesos estilísticos.


La cinefilia de Rob Zombie, ninguna novedad a esta altura, está perfectamente canalizada en el reparto por actores referenciales del cine de terror-fantástico de fines del siglo XX tales como Meg Foster (The Live, 1988, John Carpenter) Dee Wallace (Aullidos, Joe Dante, 1981) Patricia Quinn (Rocky Horror Picture Show, Jim Sharman, 1975) y el escalofriante Michael Berryman (The Hills Have Eyes, Wes Craven, 1977) Sus presencias desde ya son una querible marca en el orillo que hablan del amor del realizador por el género.


Con un ritmo narrativo a trasmano de la corriente imperante; con pasajes impregnados de psicodelia que al menos pueden ser tachados de desconcertantes; irregular por momentos y con indudables hallazgos visuales, sin duda se trata de la película más personal (y polémica para sus fans) del realizador de Los renegados del diablo (2005) Y Si bien no se trata de su mejor película, si podemos decir que sin duda es la más original de su filmografía. 3/5